En uno de los barrios considerados más peligrosos en el Paraguay, un pequeño grupo de profesores es toda la ayuda con que pueden contar miles de niños que deben optar cada día entre la explotación laboral y el crimen.
En un rincón apretado contra el río Paraná, como una isla rodeada por los edificios del microcentro comercial de la ciudad, por las mansiones de políticos, empresarios y mafiosos del condominio privado Paraná Country Club, y por esa frontera natural entre Brasil y Paraguay: el imponente Paraná, el segundo río más grande de Sudamérica, se alza un conglomerado de casas que no figura en los mapas y que regularmente se tragan las aguas, como queriendo corregir esa absurda existencia que contradice, empecinada, los catastros oficiales.
Es un sitio que parece hallarse en la pura frontera, porque el Estado –sea nacional, provincial o metropolitano– no llega hasta allí: el barrio San Rafael sólo existe en las crónicas policiales, donde se lo denota como epicentro del contrabando y otros negocios ilícitos en una ciudad que hasta hoy es considerada el mayor mercado negro al aire libre de América Latina: Ciudad del Este.
Se habla así de sus más de 20 puertos clandestinos y de los improvisados toboganes por los que se deslizan cajas de mercadería desde las casas mismas hasta el río para eludir los controles aduaneros. Pero nadie habla de la falta de otros toboganes, o hamacas, o juegos, o plazas, o de los niños que deben elegir entre trabajar como contrabandistas, ladrones o vendedores ambulantes, y que parecen condenados a repetir la historia de sus padres ante la ausencia de toda ayuda –incluso de la Policía.
Sólo un pequeño grupo de profesores desafía a diario esa tácita sentencia. La Escuela 5420 Inmaculada Concepción, la escuela Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia y el Colegio Santa Teresa son el último eslabón que une a esa comunidad perdida con el Estado paraguayo: un precario eslabón que ha sido creado y sostenido por la comunidad misma de San Rafael y el compromiso de unos solitarios docentes cuya historia no es muy diferente de la de sus estudiantes.
No somos tavy
La División de Catastro Municipal no precisa su extensión exacta: presume unas 86 hectáreas con 35 manzanas.
Oficialmente, la zona pertenece al barrio San Blas; San Rafael es el nombre con que lo conocen los moradores porque así se llamó la primera iglesia ubicada allí, que albergó también a la primera escuela del vecindario.
Tampoco hay registros oficiales de la cantidad de habitantes, pero se estima que serían unos 25.000, de los cuales unos 6.000 serían niños. De ese total, según datos del Ministerio de Educación y Ciencias, a las tres instituciones educativas de la zona asisten sólo 1.289.
Casi cada año las familias del barrio sufren las inundaciones provocadas por la subida del Río Paraná y el Arroyo Acaraymi, a menudo propiciadas por la apertura de las compuertas de la segunda mayor hidroeléctrica del mundo, Itaipú Binacional. Es costumbre que los moradores de la zona más baja se vean obligados a abandonar sus hogares y se muden a las iglesias o escuelas aledañas hasta que se retiren las aguas.
Autoridades y empresarios locales constantemente hablan de un plan de mudanza de los vecinos de San Rafael a otros puntos de la ciudad, pero éstos se resisten, porque la ubicación, si bien siempre bajo amenaza, tiene la inapreciable ventaja de la cercanía al microcentro y al propio río, que si castiga con las crecientes ofrece en cambio la histórica oportunidad del contrabando.
Edgar Miranda, antiguo morador del barrio, perdió su casa en la inundación de 1989. Miranda es docente y hace 23 años enseña en las escuelas del barrio. Explica:
“De repente van a decir ¿por qué si es inundable la gente se halla acá? Hay dos razones. Primero, porque queda cerca del lugar de trabajo. El 90 por ciento de la población trabaja acá en el microcentro, y como la inundación no es de todos los días, vuelven a trabajar. Nosotros, por ejemplo, en época de lluvia y crecida igual venimos a trabajar, nuestro colegio es alto, esta parte no se inunda. Tenemos muchos caminos que usamos para llegar hasta acá.”
La represa que lo acecha es parte de la historia del barrio desde sus comienzos. Norma Mallorquín, directora de la escuela Santa Teresa, cuenta que sus padres vinieron a vivir aquí desde Encarnación para participar en la construcción de Itaipú, “cuando todo esto era un monte, solo monte” y su casa era “de tacuara”. Luego llegaron las inundaciones, y “te asquea la gente que viene a sacar foto en la inundación pero no te ayudan”, porque “nos tienen como si fuéramos tavy y no somos así, acá hay gente estudiada, preparada”. Ella misma tenía “buena lectura” y gracias a ello se convirtió en maestra ya a los 13 años, cuando solo le pagaban 1000 guaraníes. Luego se fue a Asunción a estudiar el profesorado e hizo su licenciatura en la Universidad Nacional del Este y como le gustaba la filosofía, se inscribió en la carrera, pero como era la única alumna la carrera no se abrió, y terminó estudiando matemáticas.
También Cecilia Zelaya Ojeda, primera directora de la Escuela Inmaculada Concepción, empezó muy temprano y desde la pobreza.
“Yo fui huérfana de madre a los diez años, cuando estaba en el quinto grado. Terminé mi primaria en la campaña, porque mis padres fueron del campo. Ahí no iba a poder seguir mis estudios; entonces mi padre tuvo que hablar con un pariente en Asunción para que fuese a vivir con esa familia y ser la criadita de esa casa, vamos a decir. La tía con quien yo viví era docente; entonces, algunas veces yo hasta le ayudaba a corregir los exámenes de sus alumnos porque yo estaba en el colegio. Ellos me enviaban al colegio, para que yo pueda ayudarles con las tareas domésticas, como cuidar a sus hijos mientras ella se iba a la escuela”.
Zelaya se convirtió en maestra a los 18 años en una escuela rural en San Pedro. Dos años después, se casó y se mudó a Ciudad del Este, donde le dijeron que “en el barrio San Rafael los padres estaban ideando abrir una escuela”. Así fue que se creó la Escuela Inmaculada Concepción: con tres docentes, aulas de madera, una letrina, y una directora que no tenía título de tal y durante cinco años ejerció el cargo ad honorem. Allí pasó los siguientes 26 años.
¿Qué vió?
“Muchas familias trabajadoras, sacrificadas, que se dedican a la venta de cualquier cosa, ropa usada, verduras, frutas, trabajos informales, para poder sacar adelante a sus hijos”.
No era lo único que había, claro. Mallorquín recuerda que todas las directoras del viejo colegio de Santa Teresa renunciaban al cargo “porque la gente venía con un arma”. Según explica, los vecinos de San Rafael desconfiaban, y todavía desconfían, de los extraños. “Por eso me pidieron que viniera, para no cerrar el colegio” que entonces existía junto a la escuela de la Inmaculada Concepción, explica: “Que si me podía quedar por seis meses hasta que se tranquilice el ambiente”. Y sí, se quedó. Y todavía sigue quedandose, veinticinco años más tarde.
Como en el caso de Inmaculada, la actual sede de Santa Teresa se construyó luego “gracias a los padres y compañeros”, porque en la anterior “ya no había lugar para más criaturas”, indica su directora. “Las aulas se construyeron en distintos períodos, con diferentes políticos. Nunca teníamos cancha para jugar y los alumnos querían jugar. Recuerdo que había un nene que todo el tiempo rompía los vidrios de las salas, porque no teníamos cercado”.
Sin ley ni justicia
Hoy en día, un camino angosto y cementado parte desde el bullicioso microcentro de Ciudad del Este hacia el interior del barrio. A través de estas estrechas calles se ingresa a San Rafael: los frenos del móvil deben estar bien ajustados para transitar sus pronunciadas curvas y pendientes. Subir por la extensa escalinata es un excelente ejercicio cardiovascular –o una tortura. En el trayecto se avistan las casas precarias, pegadas una tras otra, con ventanas y puertas aseguradas con candados y cerrojos de hierro. La mayoría se mantienen así, de día y de noche.
Los moradores describen a la comunidad como muy unida, donde todos se conocen. Por ello, el barrio observa con atención los movimientos de cualquier visitante foráneo. Docentes y vecinos recomiendan no pasear por allí después de las 17 horas, menos aún si uno no es morador. Cerca de las escuelas, en pasillos y calles sin salida, es fácil ser acorralado por atracadores.
Así, según un suboficial de la SubComisaría 1ª, es común recibir denuncias de robo a los trabajadores deliverys: los propios delincuentes ordenan algo para asaltarlos cuando llegan. Les quitan mercaderías y pertenencias, y en algunos casos hasta sus motocicletas. Por eso, los deliverys y los conductores de diversos transportes catalogan al barrio como una “zona roja”. Una vecina que prefirió no dar su nombre contó que una heladería se negó a enviarle un pedido y que cuando su pareja regresaba en un uber de la universidad a su casa, el chofer le dejó a una cuadra de la entrada al barrio porque no quería arriesgarse.
Pero también relató que, en pleno año nuevo del 2022, asaltantes irrumpieron en su casa y le robaron sus pertenencias. Cuando quiso realizar la denuncia en la comisaría del barrio, la encontró cerrada; según dice, los policías abandonan San Rafael por la noche. La comisaría es una construcción precaria erigida frente al puente que cruza el arroyo y que está medio escondida entre techos y árboles. Solo los vecinos la conocen; ni siquiera tiene un cartel distintivo. Tampoco hace mucho: según se justificó un oficial, no tienen presupuesto y apenas cuentan con una patrullera que tiene los faros rotos y problemas de arranque. De hecho, la suelen estacionar en lo alto para que encienda al deslizarse barranca abajo.
Tampoco son inmunes al crimen las escuelas. Diana Ozuna, directora de la Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia, dice que solían sufrir robos nocturnos, pero en 2019 encontraron una solución: se decidió que la cantinera y su marido se quedaran a dormir en la escuela.
“Nosotros por ejemplo acá en frente tenemos una canchita, donde no solamente se juega sino que se prueba de todo. Entonces me dice la señora que entran (los ladrones) y su marido sale. Yo les dije que ya no salgan así nomás, porque no sabemos cómo vienen preparados, armados o no. Les compré petardos para que los asusten, o al menos alertarles de que se sabe que están ahí y que la escuela no está sola.”
Durante la pandemia, la Inmaculada Concepción fue robada en 17 ocasiones. Los ladrones se hicieron con computadoras, impresoras, reflectores y más. La última vez que ingresaron, aparentemente enojados porque no encontraron qué llevarse, rompieron los muebles y destrozaron la biblioteca que Zelaya recordaba con orgullo. El nuevo director, licenciado Blas Galeano, realizó las denuncias correspondientes, pero ni se identificó a los ladrones ni se recuperó lo robado, dice:
“Nos fuimos a hablar con el jefe de policía de Alto Paraná con una señora de la ACE (Asociación Cooperadora Escolar) y les dije qué impresionante es que suceda algo así y ellos no puedan intervenir, sabiendo que es una institución pública. En la comisaría nos dijeron que coloquemos una cámara.”
Pero no pueden pagarla, ni tampoco un guardia de seguridad: no tienen los recursos, el presupuesto del Ministerio de Educación no lo contempla y la Municipalidad se desentiende.
Según testimonios del barrio, quienes roban a las escuelas son ex alumnos y otros de la zona que intercambian su botín por drogas que les proveen padres o madres de otros estudiantes de la misma institución asaltada. La Inmaculada Concepción asegura sus puertas y ventanas con cerrojos y candados, pero nada los detiene: la última vez, segun contó el director, rompieron los vidrios del aula y se llevaron la cortina.
El ex Ministro de Educación, Juan Manuel Brunetti, cuestionó alguna vez que la escuela tuviera los vidrios rotos, obviando que el propio Ministerio no le asigna recursos suficientes y es casi siempre el Director, con su ínfimo sueldo, quien debe cubrir los gastos o pedir ayuda a padres sumidos en la pobreza.
“Yo puedo tener un proyecto y me va a venir la plata, pero en 3, 4 años ya no. ¿Y qué pasa, por ejemplo, con el almuerzo escolar, qué hago si ya no tengo? No le puedo tener acá a mi hijo sin comer, y ya no va a venir más a estudiar mi alumno.”
Noches de contrabando
Una de las políticas públicas para fomentar la permanencia de menores en el sistema educativo es el programa de educación extendida: la provisión de almuerzo y merienda escolar. La implementación es relativamente reciente, pero ya se estrella contra la realidad. La escuela Inmaculada Concepción adoptó el programa en 2022; los estudiantes deben ingresar a las 7 a.m y retirarse a las 15 p.m. Pero el director Galeano dice que aún no hubo capacitación alguna para implementarlo. En cualquier caso, la Gobernación no provee la merienda escolar hace 3 meses y el Municipio aunque actualmente brinda almuerzo escolar no brinda certeza de que lo seguirá haciendo.
Ante la ausencia de toda ayuda, los niños se arreglan por su cuenta. En Brasil, el medio O Globo publicó que adolescentes brasileños entre 12 y 17 años abandonan la escuela para dedicarse al contrabando en las ciudades fronterizas con Paraguay. De este lado del río Paraná, en Ciudad del Este, aunque sin investigaciones oficiales, existen historias similares de estudiantes que de madrugada pasan o pasaban mercadería de contrabando y llegan o llegaban bostezando a sus clases.
Norma Mallorquín lo cuenta así:
“Antes teníamos un puerto clandestino. Gracias a Dios terminó, porque daba trabajo pero también pecado. Pasaban mercadería de contrabando y ganaban Gs. 300 mil semanales (Aproximadamente USD 50). Se empezaba a trabajar a las cinco o seis de la tarde y seguían hasta altas horas de la mañana y venían con sueño. Actualmente cambió, ahora se trabaja de otra forma y ya no tienen sueño. Ahora estamos con un 30% de gente dentro de las correccionales. Tenés un 30% de familias que reciben dinero del extranjero, España, Brasil y Chile. Entonces vos tenés que trabajar con esa criatura que no tiene mamá, que no tiene papá. Son personas buenas, pero la vida no les trató bien.”
Por su parte, la directora Diana Ozuna dice:
“Yo no estoy enterada de que mis alumnos hagan eso (contrabando/microtráfico), les reviso las manos, les hablo. Si les veo las uñas coloridas, les hablo. No es que no hacen, no aseguro, pero no estoy enterada. Hablo de este año; en los años anteriores hubo alumnos cuyos padres hacían eso. Vinieron dos hermanos y, como me tuvieron confianza, me dijeron que sus padres hacían eso: vendían cosas en la bolsita, no sé qué”.
En Inmaculada Concepción inscriben a los niños aunque no presenten documentos. Saben que los padres no van a las oficinas del gobierno a registrar el nacimiento de sus hijos por temor a ser aprehendidos o porque sencillamente ya están tras las rejas.
Antes de aprender a leer, se aprende a vender
El director Galeano confirma que muchos padres y madres de sus estudiantes están en la cárcel o son conocidos delincuentes, pero remarca que la mayoría de los niños trabaja en el microcentro de Ciudad del Este como vendedores ambulantes, en una mesita, como guías o, quienes tienen más suerte y estabilidad, como vendedores de alguna gran tienda.
El trabajo infantil en Paraguay es una realidad inesquivable. Autoridades como el ex ministro de educación, Eduardo Petta San Martín incluso romantizan la situación, normalizando que un niño sea lustrabotas. El Consejo de la Niñez y Adolescencia (CODENI) ha registrado al menos 265 casos de trabajo infantil en Ciudad del Este en 2021. La estadística está muy por debajo de la realidad: es apenas la suma de casos monitoreados por este organismo que no tiene presupuesto asignado por ley y es de ejercicio voluntario.
La directora Ozuna cuenta que a la mañana hay una muy baja cantidad de alumnado, no por las largas noches del contrabando, sino porque es cuando hay más venta en el centro de la ciudad. Los niños comienzan a trabajar a los siete años, dice, y en muchos casos son el principal sostén económico de sus familias.
“El papá o la mamá te dicen: Ndohoseveimango, ¿mba’e la ajapota? (Traducido del guaraní: Ya no quiere ir (a la escuela). ¿Qué puedo hacer?) ¿Por qué lo dicen? Porque ellos saben que cuando su hijo o hija se van al centro, les conviene que vayan. Algunos se van a la mesita a acompañar a su mamá, otros son vendedores ambulantes. Viene y te dice la mamá: Ndouiti centrogui, directora. Ahata aheka chupe. (En guaraní: Aún no regresa del centro directora. Iré a buscarle.)”
Gracias a esos trabajos, hasta la irrupción de la pandemia, los estudiantes se arreglaban para tener buenos celulares y comprarse ropa, u otras cosas para la escuela. Ozuna ofrece un ejemplo:
“Un niño quería participar en la bandaliza. Le dije que ya no tenía la caja. Él me preguntó cuánto es lo que cuesta: Gs. 250.000. Entonces se fue a arrancar todos los limones de su casa y se fue a venderlos, y limonadas, y café, y con eso compró su caja”.
Con la llegada de la pandemia, sin embargo, se acabó la venta en las calles y aumentó la miseria. La escuela tuvo que dejar de ofrecer materiales digitales, porque los estudiantes ya no podían verlos: ante la falta de ingresos, se habían visto obligados a vender o empeñar sus celulares.
Cómo convencer a un niño de que puede ser bueno
“Cada uno tiene un problema interno en su casa que muchas veces no puede contar, porque no quiere o no puede; en ese sentido también pediría más apoyo en la psicología, porque yo también fui una de esas personas que sufrió eso, pero yo no tengo un problema familiar, es más interno. Porque cuando vos podes con tus problemas emocionales ahí podes con todo, vos podes luchar y luchar y no te importa más nada y cuando vos tenes problema psicológico ahí tenés más trabas. Antes de la pandemia solía venir una psicóloga acá, después del tema de COVID terminó todo. Opaite todo y ahí lo que se necesitaba más”
– N.N Estudiante del Colegio Santa Teresa.
De vez en vez los estudiantes le dicen sin tapujos a sus profesores que ellos aspiran a ser como ciertos grandes delincuentes de la zona. ¿Cómo convencerlos de que pueden tener un destino distinto?
En 2018, Galeano asumió como director de la Inmaculada Concepción. Se encontró con alumnos que llevaban armas, que se robaban entre ellos, que en ocasiones lo desafiaban al formar filas.
“Difícil es estar como director, administrador…Hay necesidad y por algún lado hay que atenderla. Un ejemplo: esta mañana acá robaron Gs 50 mil (Aproximadamente USD 9). Les dije que tenía que aparecer para las 11 a.m y después apareció en el baño. La necesidad hace muchas cosas”.
Si Galeano apuesta al orden, Norma Mallorquín cree en ofrecer deportes y otras actividades. “Vos tenés que hacerle creer al niño que es bueno”, dice Mallorquín, que adoptó a una de sus estudiantes cuando supo que la madre la iba a prostituir. Cecilia Zelaya recuerda:
“Siempre les toleré su hora de llegada a la escuela. Llegaban con sueño porque habían trabajado a la noche o se habían levantado temprano para ir a ayudar a su familia. Inclusive cuando los niños desertaban, o no venían más, yo me iba hasta la casa, y tuve así algunos que volvieron a la escuela”.
También se usaba a sí misma como ejemplo: se había criado muy pobre, se convirtió en maestra, e incluso siendo directora dedicaba los sábados a estudiar para recibirse de profesora de guaraní y luego por las noches en la Universidad Nacional del Este para ser licenciada en Letras, mientras a la vez criaba a sus hijos. Y vivió en el sector 1 de San Rafael hasta jubilarse.
Del mismo modo, otros maestros buscan ofrecer otras perspectivas de vida. Un profesor de literatura dedica su tiempo libre a ser técnico de fútbol y handball. Uno de ciencias enseña clases de guitarra de forma gratuita. Una ex alumna que aprendió inglés a través de una beca enseña inglés a los estudiantes de su ex colegio. Una directora prepara ollas populares, mientras otro director busca cursos profesionales de mando medio para la comunidad los fines de semana.
Los docentes se acercan a sus estudiantes y les hablan, les brindan cariño y atención. Piden constantemente a las autoridades que envíen asistentes sociales, profesionales de la salud mental para atender a los estudiantes que son víctimas de violencia intrafamiliar y las desdichas de la pobreza y marginalidad extrema.
Gracias a ellos, muchos estudiantes de San Rafael se graduaron, fueron a la universidad y hoy son profesionales. La mayoría trabaja por el barrio de alguna u otra forma, por ejemplo donando materiales de higiene, de oficina, o incluso pagando el WiFi de sus ex escuelas. Otros no pudieron acceder a la universidad pero lograron conseguir empleos formales. Otros son drogadictos, otros son delincuentes. Los directores incluso intentan contactar con ex alumnos que desertaron de la escuela.
Pero eso no los detiene. En un rincón del Paraguay que no figura en los mapas, un rincón asolado por las inundaciones, la pobreza, el crimen, las mentiras, la desidia y el olvido, siguen sosteniendo la ilusión del futuro, que el pasado es Historia pero no tiene por qué ser una condena.
“Algunos vuelven al carril derecho”, dicen. Otros no: “Ya están y ya están.”
Pero eso no los detiene. En un rincón del Paraguay que no figura en los mapas, un rincón asolado por las inundaciones, la pobreza, el crimen, las mentiras, la desidia y el olvido, siguen sosteniendo la ilusión del futuro, que el pasado es Historia pero no tiene por qué ser una condena.