La ola de violencia e inseguridad no solo acaba con vidas, también trastoca los sueños y aspiraciones de los niños, aquellos llamados a cambiar el futuro del país.
*Los nombres de los niños y otras fuentes han sido cambiados por motivos de seguridad
Por Lourdes Guadamud, Gino Farfán, Richard Jiménez y Josué Andrade
Los niños en Ecuador tienen sueños, como todos los infantes del mundo. Algunos un tanto ilusorios, como ser una barbie o un superhéroe de ciencia ficción. Otros son tan reales que asustan, pero que se han construido en medio de la crueldad y la violencia que ronda su entorno, incluso el más íntimo; la familia.
”Quiero ser policía”, grita eufórica Malena, una menor de aproximadamente ocho años de edad, mientras lleva las manos a su cabello rubio y lo empieza a enrollar. Se muestra nerviosa por exponer lo que sueña frente a sus compañeros de aula, en la escuela. Pero sonríe con complicidad, lo disfruta. Muestra convicción a su corta edad, y lo sustenta cuando le preguntamos por qué: “Quiero salvar a las personas”.
Segundos después, suelta su cabello y pone sus manos sobre su boca en un acto de asombro. Retrocede unos pasos y corre lejos del grupo de estudiantes que juega en el patio de su escuela, ubicada en el cantón Daule, provincia del Guayas. Una de las localidades ecuatorianas más violentas del país y en las que se ha registrado, durante los primeros seis meses del 2023, más de 1.600 muertes violentas, según los indicadores de seguridad ciudadana del Ministerio del Interior, cartera de Estado encargada de la seguridad interna del país.
Lo que ha llevado al asombro a Malena es el sueño que ha contado a viva voz Pablo, también de ocho años, frente a sus otros compañeros de aula: quiere ser narco ”para poder tener una metralleta, de esas que utilizan los grandes”.
El sueño de Pablo, un pequeño de sonrisa dulce y ojos achinados, incomodó hasta enmudecer a quienes jugaban junto a él. Lo evidenció a tiempo, por eso, en un acto desesperado por revertir la expresión de rechazo de sus compañeros y el correteo de la quizás futura agente policial, se retractó y negó todo. Dijo tener un nuevo sueño, ser militar. Eso sí, sin retractarse de su aspiración de portar un arma de alto calibre porque “lo mejor es ser militar con metralleta, que un narco. A ellos los están matando en la cárcel. Les cortan la cabeza”.
Quizás Pablo dudó o habló mucho menos que sus otros compañeros, pero fue contundente. Fue la radiografía más breve de una generación que está siendo permeada por todos los frentes. El principal y el más lacerante es la violencia que destilan los grupos criminales que han tomado a Ecuador, no solo como una ruta para la droga, según la organización InSight Crime. Sino también como un centro de acopio y punto de operaciones, según declaraciones de Mario Pazmiño, coordinador del Observatorio Ciudadano de la Política de Seguridad (OCSI) y exjefe de inteligencia militar, publicadas en noviembre de 2020 en el medio digital Primicias.
Los infantes, las víctimas colaterales de la guerra
Producto de la larga y profunda estancia de estos grupos criminales, la infancia en el país cada vez dura menos. Muestra de ello son los 264 menores de edad que perdieron la vida durante el 2022 en escenarios violentos como sicariatos, revueltas y ajustes de cuentas. Pero, qué rencilla pueden tener en contra de un adolescente como Marcos, que a sus 16 años fue atacado con un tiro en la cabeza por un sujeto que lo abordó en los exteriores de su colegio. Uno de los tantos hechos violentos que las autoridades indicaron estar investigando “para dar con los responsables”.
En este ambiente hostil que deja impávida a una sociedad histérica, que se rehúsa a normalizar la creciente ola de violencia, crecen los niños y adolescentes de Ecuador. Una problemática que acapara los principales noticiarios y periódicos del país, las redes sociales y las conversaciones entre padres, primos, tíos, hermanos y los más pequeños de casa. Incluso, invade las aulas de clase.
Como parte de la dinámica de la visita periodística para la elaboración de este reportaje, se les pidió a los niños que elaboren un dibujo de su lugar seguro. Pueden ver los dibujos pulsando los lápices en los círculos.
Así lo cuenta Pablo, el menor que ya no quiere ser narco, pero sí militar, al justificar que su profesora a veces llega tarde a clases. Su jornada empieza a las 7:00, pero suele retrasarse cada vez que las fuerzas del orden cierran la vía a Daule, donde queda ubicada la Penitenciaría del Litoral, recinto carcelario del complejo penitenciario ubicado en la provincia de Guayas.
“La miss a veces llega tarde porque hay balacera en la ‘peni’, entonces no dejan pasar los buses y ella viene en bus”, dice Pablo, quien está al tanto de todo lo que pasa dentro de dicha cárcel cada que hay una amotinamiento: “La otra vez vimos con mi tío en las noticias que los presos habían matado a otros presos, les cortaron la cabeza (hace el gesto de llevar su mano al cuello)”, recuerda frente a los demás compañeros, mientras toca sus dedos uno a uno de manera inconsciente.
Su mirada está concentrada en su otro compañero, a quien llamaremos Juan. Él, a sus siete años, también sabe el nivel de violencia que estila la Penitenciaría del Litoral, un centro de rehabilitación fallido del país, pues entre 2021 y 2022, esta cárcel registró 11 masacres y 413 presos asesinados.
“Si, ahí los matan si no son de Los Lobos o Los Choneros o de otra banda, entonces si no se unen, los matan”, explica Juan a sus otros compañeros -con tono desesperado- sobre lo que ha escuchado de las bandas narco delictivas que operan desde el centro carcelario. No se muestra asombrado por lo que sucede en una de las cárceles más violentas del país, y que ha empujado al saliente presidente del Ecuador, Guillermo Lasso, ha declarar más de cuatro Estados de Excepción en 2023, sólo en la zona 8, que comprende a Guayaquil, Durán y Samborondón.
Ecuador sumido en una violencia sin precedentes
Estos Estados de Excepción, han sido la medida jurídica que le permite al Gobierno Nacional intervenir a través de fuerzas especiales, militares, convoyes y con todo lo que se pueda, los pabellones del centro carcelario cada que hay una revuelta interna. Eventos en los que siempre hay más de una víctima que lamentar, armas que decomisar, animales que liberar y un alto cargamento de drogas y enseres que muestran lo debilitado y contaminado que está el sistema penitenciario del país.
Una oleada de violencia que se ha filtrado en fibras tan sensibles como la mentalidad de niños de entre cinco y siete años, con los que este equipo periodístico interactuó con dos únicas preguntas, una hoja de papel en blanco y muchos lápices de colores. ¿Qué quieren ser cuando sean grandes? ¿Cuál es su lugar seguro?, preguntamos a través de una psicopedagoga, ajena a la unidad educativa, quien reafirmó la permeabilidad de la violencia.
El silencio dio espacio a una lluvia de ideas. Competían entre ellos por tener el mejor sueño, el mejor lugar; la idea más brillante. Y es que todos eran brillantes, pero entre ellos, había sueños como el de Pablo, de ser narcotraficante. Que aunque luego se retractó, su idea de poder reflejado en un arma como una subametralladora, da cuenta, según el análisis de la especialista que participó en esta interacción, sobre su idea de poder. Para él un arma de fuego es la aspiración máxima a poder, de crecimiento, de seguridad.
Un sueño fugaz, al fin de cuentas, que se pinta opuesto si se compara con el de Martha, Belén y Santiago, niños que aspiran ser piloto de avión, doctora y profesor. Niños que juegan con la misma inocencia que Pablo y Juan, que no comparten las mismas ideas, pero si la inocencia de su edad que, aunque sea interrumpida, en ocasiones, con las noticias del día a día, o lo que ven en redes sociales, no dejan de soñar con crecer y convertirse en alguien admirable. Como su profesora, Roxana Ramírez, a quien han prometido ayudar cuando crezcan y se conviertan en abogados, médicos, astronautas, pilotos de avión, policías y más.
Sueños que se deben cuidar, según la psicóloga Dayra Saenz. De lo contrario, asegura, los pequeños que evidencian hechos violentos o crecen en este ambiente pueden llegar a normalizar esta problemática y hacer de menos sus aspiraciones de crecimiento. Una problemática que posiblemente brote aún más rápido si se siembra “en hogares en los que hay necesidades básicas como la educación, el bienestar, la salud. Ahí se corre el riesgo de que los sueños queden de lado”.
Los profesionales lo miran de cerca
Roxana Ramírez es una mujer que más allá de sus obligaciones como docente, intenta, a través de su vocación, ‘enderezar’ actitudes y, quizás, aspiraciones que irrumpen en su inocencia: “Uno de los alumnos se me acercó un día y me dijo que no le diga nada y que lo trate bien porque a él lo cuidan Los Lobos. Me hice la desentendida y le pregunté qué lobos. Me dijo que él era amigo de Los Lobos y que mejor me comporte bien”, contó la maestra que tiene a 45 estudiantes a su cargo.
Para revertir aquella amenaza taimada e inconsecuente, Roxana abrazó aquella mañana al alumno que vociferaba ser ‘amigo’ de una de las bandas narco criminales más grande del país a sus inocentes seis años a modo de trofeo. Según las declaraciones recogidas del portal digital Gk, por parte del coronel Mario Pazmiño, exdirector de inteligencia militar, Los Lobos están ligados al cártel de Jalisco Nueva Generación, un grupo narcotraficante mexicano transnacional que se dedica, además del expendio ilegal de drogas, al tráfico de armas.
Como si no fuera suficiente esta problemática que se va enquistando en los sueños de los más pequeños, a la infancia ecuatoriana la aquejan otros males, como la desnutrición infantil, que ya asciende al 27%, según Unicef. También el abandono forzoso de las aulas que, ante los renuentes tiroteos propiciadas por las bandas narco criminales que operan en sectores, como el cantón Daule, suspenden la jornada educativa por varios días hasta que las ‘aguas se calmen’ y los enfrentamientos a tiros no signifiquen un peligro o una bala perdida contra un estudiante.
En medio de este escenario desfavorable, los alumnos aún confían en la educación como el propulsor de un cambio, de superación. Lo dice Marcela, una menor de siete años, al escuchar muy atenta a su profesora, a la que ha prometido defender si llega a convertirse en la próxima abogada del Ecuador. Lo dicen sus dibujos, al trazar una escuela de ventanas y puerta amplia como su segundo lugar seguro. Lo dicen los niños con cada abrazo que soltaron a este equipo de periodistas que los ha visitado por primera vez en el año. Y que ven como un referente de profesionalismo. Lo dicen los pequeños que, con una sonrisa, dicen “hasta mañana” cada vez que el reloj viejo marca las 12:00 y da paso a la campana que anuncia que pueden recoger sus mochilas y cartucheras coloridas para ir a casa. Prometen volver, otra vez, para seguir aprendiendo.
Todos corren a las puertas de salidas, pese a que no puedan cruzarla hasta que la profesora que funge de guardia de seguridad compruebe que hay un familiar responsable al otro lado de la puerta. Un proceso lento, pero que busca garantizar que a los niños no les pase nada de regreso a casa. Aquí, en esta escena un tanto caótica y de apuro, reaparece Juan, el compañero del quizás futuro militar que sueña con portar una metralleta.
A diferencia de los demás, luce tranquilo camina solo hacia la puerta, mientras acomoda su mochila y rasca su ya desgastado tatooine de Dragon Ball que luce en su cuello. Va solo y a paso lento. “Chao, miss”, dice en voz baja. “Y tus hermanos”, pregunta la docente que aguarda en la puerta principal, ante la mirada inquieta de otros padres de familia en busca de sus hijos. “Ya los vienen a ver, salen tarde. Yo me voy”, dice Juan, y empieza a caminar lento y en línea recta.
Al menor no lo espera nadie al terminar las clases, ni a él ni a sus otros tres hermanos que también estudian en aquella escuela fiscal. Se despide con su puño de este equipo, en el exterior de la escuela, repite que ya se va. Unos cuantos pasos después, voltea y se siente observado. Se muestra incómodo y finge amarrarse los pasadores sucios de sus zapatos blancos. Se ríe y vuelve a despedirse a lo lejos, pero no se mueve hasta cerciorarse que ya nadie lo observa.
A lo lejos se lo ve caminar solo, completamente solo y apunto de cruzar una avenida principal de ese sector en el que, solo en lo que va del 2023, se han registrado más de 40 homicidios y alrededor de 400 robos reportados a las autoridades.
El pequeño Juan, quien dibujó un policía portando dos armas de fuego en aquella hoja de papel, como su aspiración profesional, justifica, a su corta edad, que se marcha solo a casa y que no hay nadie que espere por él a la salida de la unidad educativa porque vive a unas cuantas cuadras. Como si no fuera necesario que alguien cuide de él mientras camina por las calles de un cantón (Daule) en el que hasta su alcalde, Wilson Cañizares, ha recibido amenazas de muerte desde un Centro Carcelario de la provincia del Guayas, por desplegar un contingente policial y militar en las zonas más peligrosas en las que el crimen organizado cobra fuerza.