En busca del hábitat perdido
Una tarde cualquiera, volteas y ahí, de frente, ves a dos búhos sobre las llantas apiladas entre desperdicios de autos; otro día, caminas por las calles y un correcaminos atraviesa y se pierde entre la maleza urbana. Ahí van, perdidos por la calles, el asfalto y los tiraderos de basura: coyotes, tortugas, liebres, ejemplares de una fauna extraviada en lugares que alguna vez fueron su hábitat.
Milímetro a milímetro, y día a día, fueron expulsados para “sembrar” centros comerciales, maquilas, unidades habitacionales en su hábitat. Sobre sus pisadas, las huellas de cemento; donde alguna vez estuvo su hogar, construcciones infinitas. Vagan buscando su hábitat, esa casa que se les arrebató.
Por Ciela Ávila, Verónica Martínez y Paloma Reyes
Verónica García se dedica al rescate y ayuda de animales domésticos. Diariamente le llegan mensajes de auxilio para animales de casa; aunque no faltan esos que rompen la rutina como la de cierto día, que la voz de un hombre que dijo ser guardia de seguridad de una maquiladora ubicada en la periferia de Ciudad Juárez, le contaba que sus cámaras de vigilancia habían captado coyotes merodear durante la noche.
Verónica García, una de las fundadoras de Rescatistas Independientes, explica de manera sencilla la presencia de animales como coyotes y otras especies por las calles y maquilas de Ciudad Juárez: “Bajan porque tienen que comer… No los van a poder agarrar porque la maquila está a la orilla y ellos se acercan solo porque tienen que comer”.
Con la imparable expansión del “monstruo de cemento”, no es de sorprenderse que dentro de algunas plantas industriales aún puedan verse coyotes, víboras y liebres vagando en los estacionamientos.
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Entre la Montaña Franklin y la Sierra de Juárez existen unos 60 kilómetros de distancia. Una persona podría estar en la base de una de las montañas por la mañana y llegar a la base de la otra sierra quizá en la noche.
Un águila, un halcón o un ave migratoria, podría volar desd la montaña Franklin a la Sierra de Juárez y regresar sin ningún problema; pero para un león de montaña, un jabalí o un venado será muy difícil lograrlo, incluso, salir vivo.
Así, de manera didáctica, explica Rick LoBello, conservacionista, curador educacional del zoológico de El Paso y miembro de la Coalición Educacional del Desierto de Chihuahua, lo que implica para ciertas especies que su hábitat se haya transformado o para un animal terrestre atravesar 53 kilómetros de desarrollo urbano, zonas habitacionales, complejos industriales para encontrar al menos un hueco entre la estructura de cemento del muro fronterizo para cruzar el Río Bravo.
En los últimos años, se ha registrado en Ciudad Juárez la presencia de animales silvestres como búhos en zonas en desarrollo. También se ha visto a correcaminos, jabalís y coyotes merodear por las orillas de Ciudad Universitaria, por el suroriente y las Riberas del Bravo, o por el periférico Camino Real. Lo que vemos, define LoBello, es la expresión de la pérdida del hábitat de las especies animales.
“Si alguien te saca de tu casa, ¿qué haces? Te vas y buscas otro lugar en donde vivir. Estamos viendo a animales que entran a áreas en las que antes estaba su hogar; andan buscando un nuevo hogar”.
En la cara anversa de la movilidad de ciertas especies, dice, los juarenses dejamos de registrar, escuchar, percibir la actividad de anfibios, reptiles, aves migratorias y zorros en áreas como Valle del Sol, Rancho Anapra y El Porvenir.
“Es el mismo fenómeno”, afirma LoBello: “Si el hábitat natural de la fauna silvestre es destruido por un centro comercial o un vecindario nuevo, y tú vives cerca de ese desarrollo, notarás que los animales que antes estaban, ya se fueron”.
Desde el kilómetro 30 de la Carretera Panamericana se alcanza a ver la Puerta de Juárez, el Umbral del Milenio, una alta y maciza estructura de acero amarillo, obra del escultor Pedro Francisco Rodríguez, erigida en el tope de la cuesta, que choca con el cielo azul chihuahuense.
Dos ángulos rectos forman un rectángulo hueco: la puerta de bienvenida a los autos que transitan por la Carretera Panamericana, a pocos minutos de sumirse en Ciudad Juárez.
Desde lo alto de la cuesta se aprecian también los caminos de la ciudad que se bifurcan, mientras el sonido de las chicharras es interrumpido por el ruido producido por las llantas de los camiones que transitan por la carretera.
En esa frontera casi invisible, los matorrales verdes contrastan con los tonos ocres grisáceos de un desierto que se diluye, con los sonidos de la ciudad.
Las lluvias que han bañado la zona en estos días de julio han formado charcos entre los matorrales que crecen al pie de la estructura. Algunos ocotillos y palos verdes lograron recuperar su color, aunque no todas las yucas se pudieron levantar.
Pedazos de vidrio brillan entre la delgada arena que trata de esconder las bolsas de plástico, latas de cerveza, llantas de carros y hasta prendas de vestir. Entre ese caos visual, una lagartija sale discretamente de entre las hojas secas, arrastrándose como un cursor hasta alcanzar la sombra de un palo verde. Ahí, junto al agua, busca resistir mejor los golpes del sol.
“Este es como un oasis para ella”, dice Néstor Acosta, diseñador industrial juarense y conservacionista ambiental. Hace una pausa para decir una frase que sintetiza la realidad: “Ya no quedan muchos espacios como éste”.
El crecimiento desmedido de Ciudad Juárez está causando profundos estragos en la fauna y flora locales.
La construcción de nuevos fraccionamientos e industrias que invaden los espacios de la fauna silvestre endémica agudiza el problema. “Eso ha obligado a los animales a salir de su hábitat en busca de agua y comida adentrándose en la mancha urbana”, reconoce Margarita Peña Pérez, titular de Ecología en la presidencia municipal de Ciudad Juárez.
Mientras más planes de desarrollo industrial y habitacional están previstos en el futuro de la ciudad fronteriza, que se expande principalmente hacia el suroriente del Río Bravo, la mancha urbana sigue devorando el desierto de Chihuahua.
Acosta, director de la organización Juárez Limpio, sigue con la mirada el pavimento gris, explicando cómo las construcciones se cuelgan de las faldas de la sierra y continúan hacia el oriente, más allá de donde la vista alcanza.
“No dudo que lleguemos aquí hasta la Puerta de Juárez en algún momento”, se lamenta Acosta. “Ya se empiezan a ver estos impactos”.
Y ahí está la imagen. El desierto tapizado con creosota verde es interrumpido por refaccionarias, tiraderos de basura y plastas negras que, Acosta cree, son residuos del tiradero de llantas ubicado en las afueras de la ciudad.
El tapiz verde ya es también un collage que se confunde con la grava. En las espinas de los arbustos, las bolsas de plástico rasgadas y quemadas por las intensas temperaturas que, en condiciones extremas, pueden llegar a los 46 grados centígrados.
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El desierto de Chihuahua se extiende desde el norte de Zacatecas, Durango, Coahuila y Chihuahua y abarca parte de Nuevo México y Texas, con una superficie de más de 500 mil kilómetros cuadrados.
Este ecosistema es considerado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF por sus siglas en inglés) como el desierto más grande de Norte América y representa el 36 por ciento del total de área desértica del continente.
Quien no conozca el desierto, diría que no hay nada más que un terreral sin ningún árbol a la vista, pero Acosta sabe que existen más que parches de matorrales. Ahí, cuenta, se encuentran gobernadoras, al amparo de las cuales los perros de la pradera hacen sus madrigueras, y pastizales que llenan el ambiente con humedad para los sapos toro que croan por la noche.
Existe un corredor ecológico que incluye la Sierra de los Órganos, en Las Cruces, Nuevo México, las Montañas Franklin en El Paso, la Sierra de Juárez y la Sierra El Presidio, al suroeste de Samalayuca, que dota a la fauna silvestre de alimento, agua y refugio.
Sin embargo, al lado de esos corredores, se encuentra la otra realidad: el crecimiento desmedido de las ciudades corta las vías de traslado de la fauna terrestre e invade los espacios desérticos entre las sierras, ricas en biodiversidad, hasta dejarlas completamente aisladas.
Mientras uno se adentra en la ciudad, a ambos lados de la carretera Panamericana, los vestigios de la naturaleza desaparecen entre comercios, plantas maquiladoras y yonkes o deshuesaderos –lugares destinados al desmantelamiento de carros y la venta de sus piezas–. Los estruendosos y pesados trailers que circulan por la avenida y los cimientos que anuncian más y más construcciones eliminan cualquier vestigio natural.
El Libramiento Aeropuerto solía considerarse aún hace algunos años como la orilla de la ciudad. Sobreviven todavía rastros de parches desérticos que no han sido ocupados, pero ahora abundan las excavadoras y los bulldozers. A un lado del boulevard, un terreno cubierto por matorrales es interrumpido por una meseta ocupada por aplanadoras que preparan el terreno para la edificación de una maquiladora más.
“Fragmentación y más fragmentación”, explica Néstor Acosta y señala distintos lotes vacíos en ambos lados de la avenida. “En Juárez ya no se nota dónde termina la ciudad. Está fragmentada y poco a poco vamos invadiendo el desierto”.
Circulando por el Boulevard Cuatro Siglos, las orillas parecen un enorme rompecabezas de piezas de cemento, arena y pasto. Hacia el norte se encuentra el Río Bravo, cuyo cauce permanece seco, pues el agua se encuentra contenida en una presa de Nuevo México.
Metros adelante, por el área de Altozano, aparece una fila de establos; el ganado se aloja y alimenta entre el ruido de los automóviles. Un delgado caballo gris come del pasto que crece en la zona.
Sólo quedan algunas huellas del Juárez rural que existía antes de que llegara la maquiladora. Los animales de granja y los sembradíos no tardarán en ser succionados por los desarrollos habitacionales.
“Esos manchones están por toda la ciudad”, dice Néstor Acosta. “El problema es que no se busca densificar las zonas; la ciudad crece y se expande en las periferias cada vez más y más”.
María de Lourdes Romo, especialista en gestión y política urbano-ambiental, respalda las palabras del conservacionista. “La urbanización, apunta, ha fragmentado a Juárez en dos áreas”: una hacia el oriente, donde se cuenta con todos los servicios, y otra hacia el poniente, zona marginada con áreas de riesgo natural, pocas áreas verdes y muchos baldíos.
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Con los años, y de la mano del desarrollo urbano, se dejaron también de avistar a las especies endémicas que merodeaban la ciudad.
Emmanuel Rocha, residente de Ciudad Juárez, recuerda que en el 2000 todavía escuchaba el croar de las ranas después de cada lluvia. “Ya están saliendo las ranas”, escuchaba vitorear a sus amigos de la zona de San Lorenzo y el chapoteo de cómo se dirigían hacia una intersección de la calle, que se inundaba con las trombas.
El agua les llegaba hasta las rodillas y veían a las ranas asomarse a la superficie. Rocha peinaba el agua con las manos, tratando de atraparlas. “Ahí andaban y se oía la croadera por todo el sector”.
Al volver a casa, Rocha seguía escuchando a las ranas y a los sapos que se juntaban en una pila de su patio. Su madre le aseguraba que ahí seguirían al día siguiente, pero por la mañana ya sólo las veía aplastadas en la calle.
Ahora, con 30 años de edad, deduce que las ranas salían en busca de comida o más agua y en su camino eran sorprendidas por los autos de los vecinos. “Han pasado bastante años y no me ha tocado volver a verlas”, dice Rocha y se lamenta: “no se volvieron a escuchar”.
Raymundo Aguilar, vocero e integrante del grupo Defensa de La Sierra de Juárez, dice que la actividad humana y el turismo no controlado están teniendo efectos en la biodiversidad de la sierra. “Por ejemplo, al estar cerca de arroyos o presas que están en las cercanías de la Sierra de Juárez, interrumpen la conexión biológica y atropellan la fauna”.
Entre las zonas más notables por los accidentes relacionados con la fauna silvestre se encuentran el Periférico Camino Real, el área de Ciudad Universitaria, el suroriente y el nororiente, en las cercanías del Río Bravo.
A pesar de que algunos territorios de Ciudad Juárez están declarados como zonas ecológicas el desarrollo no para.
Por ejemplo, el Plan Parcial “Periférico Camino Real” establece que la vialidad tiene como propósito crear un circuito que conecta lados opuestos de la ciudad y “demarcar claramente los límites de expansión urbana”.
Se supone que sería “una barrera para frenar el desarrollo urbano, pero esto no ha sido validado y muchas de las actividades siguen extendiéndose hacia la sierra”, explica Raymundo Aguilar.
La mayoritaria apatía ambiental de la ciudadanía contribuye al deterioro de la ciudad. Hay razones que quizá ayuden a explicarla, dice el vocero de Defensa de la Sierra: “Ciudad Juárez ha estado –y sigue estando– muy dolida. La gente se preocupa por la violencia, el empleo y el vivir día a día; entonces, el tema ambiental pasa a ser de los aspectos menos importantes”.
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En la Sierra de Samalayuca existe un punto en el que si se otea al norponiente, se alcanza a ver la Sierra de Juárez; si se hace hacia el poniente, se verá la Sierra del Presidio. Para Néstor Acosta, esta es la mejor ubicación para apreciar a cabalidad lo que es el desierto.
“Es importante que todos estos lugares tengan esta calidad de parque y ese espacio de contemplación”, dice Acosta. “Empiezas a apreciar más las cosas cuando vas caminando”.
El activista juarense considera que las áreas de conservación ecológicas de las sierras de Juárez y Samalayuca tienen el potencial y la calidad para ser declarados como parques de protección ambiental, pero reconoce que por ahora eso es solo una ambiciosa idea.
Y aunque en Juárez existe poca conciencia ambiental, la ciudad vecina de El Paso, Texas, lleva un poco la delantera con grupos ambientalistas, incluyendo a la Coalición Educativa del Desierto de Chihuahua, que buscan agregar más miembros mexicanos a sus filas.
“Si hiciéramos un esfuerzo binacional, podríamos lograr un mejor progreso”, considera Rick LoBello.
LoBello y Aguilar se atreven a soñar con un corredor protegido que incluya las montañas Franklin, la Sierra de Juárez, el área de Samalayuca y la Sierra del Presidio.
Aguilar cree que el área del Parque Nacional Big Bend, que ocupa territorio en Texas y Coahuila, representa un buen precedente de cooperación binacional. “Existe un intercambio de recursos naturales que pueden dar un buen turismo sustentable, un turismo sin sobreexplotación”.
Acosta sabe del largo camino que hay que recorrer para que la gente y las autoridades se interesen en la protección del entorno natural. “Queremos transformar el ecosistema en un oasis que sólo se acomoda a nuestras necesidades. Hay un desconocimiento del entorno. Debemos reconectar con el desierto. Hallarnos con ese espacio donde puedas sentarte a descansar en medio del silencio”.
A la altura de una planta cementera ubicada entre Barranco Azul y Avenida de los Aztecas, un correcaminos permanece inmóvil entre los barrotes de una jaula, muy chica para su tamaño, sobre todo si el animal decide pararse sobre sus patas.
Un hombre flaco sostiene la trampa y camina bajo un intenso sol en dirección opuesta a la colonia Granjas Unidas, conocida por los juarenses como Las Marraneras, zona de casas modestas con corrales de animales de engorda ubicada en la periferia norponiente de la ciudad.
A pesar de que el camino está pavimentado, es difícil de transitar debido a la tierra y las piedras que arrastran consigo los vehículos y camiones de carga que circulan por una escabrosa vereda improvisada que sale hacia el Camino Real.
Por ese camino avanza el hombre con su presa, trastabillando, pero sin aflojar la presión de su brazo sobre la jaula. El correcaminos parece inalterable, se mantiene firme y con los ojos abiertos; apenas puede verse cómo se mueve ligeramente su plumaje cuando sopla el viento.
Ahí va, prisionera, una de esas aves que de vez en vez merodean por los riachuelos o entre matorrales. Antes, si se ponía atención al conducir por la periferia, podían verse al presumir su castaña cresta y el gris de su plumaje.
Pero este correcaminos, ave que puede alcanzar una velocidad de 24 kilómetros por hora, va enjaulado, tieso, y con un previsible final, como el de muchos animales que merodean por las calles de Ciudad Juárez, perdidos entre fábricas de maquila, plazas comerciales y unidades habitacionales.
Las autoras solicitaron entrevistas con Lili Ana Méndez, titular de la Dirección General de Desarrollo Urbano, para hablar sobre los protocolos de evaluación ecológica e impacto al medio ambiente en los planes de desarrollo sustentable del ayuntamiento; además de con las autoridades de la Profepa, pero al cierre de la edición no se habían recibido respuestas.
El imparable avance del concreto sobre las zonas silvestres
El Plan de Desarrollo Urbano Sostenible (PDUS-2016), el más reciente que se conoce, se planteó como objetivo contener la tendencia de dispersión de territorio urbano y promover “una ciudad compacta, conectada, funcional y ordenada”.
El plan delimita el centro de población para evitar el crecimiento desmedido y destina cinco zonas de conservación ecológica y una de protección en la Sierra de Juárez. También identifica a varias Zonas R (de reserva) como potencialmente urbanizables, pero no en lo inmediato.
“La construcción está sujeta a que se atiendan primeramente los procedimientos previstos en la legislación vigente y en este plan para poder llevar a cabo la urbanización de la zona”, precisa el plan.
En estas zonas no se otorgan permisos aislados de construcción y su desarrollo está sujeto a requerimientos de infraestructura y equipamiento; sin embargo, no considera el impacto sobre la fauna.
Algunas de las zonas de reserva se sitúan cerca de la marcha urbana que ya rodea el norte de la Sierra de Juárez y una zona ecológica al sur de Santa Teresa, Nuevo México. Otras dos zonas de reserva están ubicadas entre la zona de conservación ecológica al sur de Sierra Blanca y la que está al norte de la Sierra de Samalayuca.
Fuente: Instituto Municipal de Investigación y Planeación de Ciudad Juárez
A partir de 2010, con el surgimiento del Programa de Ordenamiento Ecológico Territorial, comienza a tomarse en cuenta el impacto del crecimiento urbano sobre la flora y la fauna.
De todos los municipios de la frontera norte del país, solo Juárez y Mexicali cuentan con un programa de ordenamiento ecológico, lo que se traduce en un importante rezago para la frontera.
Si bien la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente es la institución encargada de cuidar de la fauna silvestre, Margarita Peña, titular de Ecología del ayuntamiento, señala que el primer contacto que tienen los ciudadanos cuando observan a algún animal que necesite ayuda, ya sean convencionales –perros y gatos–, exóticos o silvestres, es Protección Civil.
Las denuncias de animales exóticos y silvestres, varían. De 2019 a junio del presente año se ha registrado un total de 319: en 2019 se registraron 140; en 2020, crecieron a 153; y en lo que va de 2021 llevan 23 llamadas.
El Gobierno Municipal Independiente ha reportado rescates de murciélagos y aves migratorias como pelícanos, búhos y patos. La Dirección de Ecología ha puesto en marcha campañas dirigidas a bomberos y policías, ya que son quienes atienden este tipo de denuncias.
“Ahora, todas las dependencias municipales, incluso estatales, cuando ven a un animal herido, salvaje, exótico o doméstico, nos reportan a nosotros, se dan los primeros auxilios y se avisa a la estancia correspondiente”, explica Peña.
Pese a que la atención de animales silvestres es responsabilidad del gobierno del estado, la Dirección de Ecología ha atendido reportes de cocodrilos, murciélagos y víboras.
Aguilar, de la organización Defensa de la Sierra de Juárez, menciona que aunque Profepa y la Dirección de Ecología del ayuntamiento han facilitado la realización de actividades en favor del medio ambiente, son notorias las limitaciones presupuestarias de las dependencias federales y municipales, lo que disminuye las posibilidades de desarrollar y expandir estudios ecológicos en el área.